martes, 17 de julio de 2012

Carmen de los mares

Ya le escribí y le canté, tuve la suerte de estrenarme en los atriles con su mirada clavada en mis pupilas. Hoy la Virgen, que casi sin necesidad de proponer gentilicio se asume que es del Carmen, ha vuelto a mirarme a la cara.

Y no lo ha hecho en forma de talla, ni encima de un paso ni con flores de ofrenda. El espíritu de la deidad se ha transformado, como lo hacen las cosas buenas, en carne y hueso. Carmen, apenas conocida, como entonces era para mi aquella Virgen que se acercaba a mi atril con corona de mares y demandas de justicia. Carmen, tan vital como imperfecta y tan perfecta como vital.

He tenido el gusto de compartir una velada exquisita con ella y con dos personas que ya sabía que eran exquisitas. De la primera conocía menos pero me ha maravillado su destreza de sonrisa y la rapidez con la que acuna ciertos adjetivos, que aunque en algún caso no apalabre el mismo pensamiento, goza de permiso y disculpa por el mismo hecho de su franqueza.

Invitación a todo, a la buena charla servida entre copas de vino y a la curiosidad humana de las historias personales. Sabía que la Virgen hoy me tendría preparado algo especial y así ha sido.

A pesar de no ser maduro, sé apreciar lo especial de un encuentro afortunado. Prefiero seguir buscando los encantos de la vida sin necesidad de vitolar mi presencia con un concepto que a menudo se confunde con los años. Bendita la inmadurez que me permite compartir este tipo de momentos.