Ya le escribí y le canté, tuve la suerte de estrenarme en
los atriles con su mirada clavada en mis pupilas. Hoy la Virgen, que casi sin
necesidad de proponer gentilicio se asume que es del Carmen, ha vuelto a
mirarme a la cara.
Y no lo ha hecho en forma de talla, ni encima de un paso ni
con flores de ofrenda. El espíritu de la deidad se ha transformado, como lo
hacen las cosas buenas, en carne y hueso. Carmen, apenas conocida, como
entonces era para mi aquella Virgen que se acercaba a mi atril con corona de
mares y demandas de justicia. Carmen, tan vital como imperfecta y tan perfecta
como vital.
He tenido el gusto de compartir una velada exquisita con ella
y con dos personas que ya sabía que eran exquisitas. De la primera conocía menos
pero me ha maravillado su destreza de sonrisa y la rapidez con la que acuna
ciertos adjetivos, que aunque en algún caso no apalabre el mismo pensamiento,
goza de permiso y disculpa por el mismo hecho de su franqueza.
Invitación a todo, a la buena charla servida entre copas de
vino y a la curiosidad humana de las historias personales. Sabía que la Virgen
hoy me tendría preparado algo especial y así ha sido.
A pesar de no ser maduro, sé apreciar lo especial de un encuentro
afortunado. Prefiero seguir buscando los encantos de la vida sin necesidad de
vitolar mi presencia con un concepto que a menudo se confunde con los años.
Bendita la inmadurez que me permite compartir este tipo de momentos.