No sé en qué etapa estoy. A veces dudo del lugar al que
pertenezco. Quiero pensar que pertenezco a un pueblo pequeño que me abrió sus
brazos en el Condado, quiero sentir que la ribera del río Guadalquivir a su
paso por Sevilla me pertenece al igual que los recuerdos universitarios que se
esparcen por las aceras sevillanas. Quiero imaginar que en Olvera hay algo más
que un recuerdo. Quiero disfrutar sabiéndome gaditano de convicción y mirando
al mar de mi pueblo. Quiero descubrir que la pertenencia a Puerto Real es algo
más que dos palabras en mi DNI. Me ilusiona pensar que en Jerez me hice un
hombre, y me alegra saber que junto a ella siempre me puedo sentir un niño,
esté donde esté.
La pertenencia no la marca ni el lugar de nacimiento ni el
lugar de residencia. Pertenezco a lo que quiero sin más explicaciones,
pertenezco a lo que me hace sentir, y nada me pertenece más que mi sentimiento.
El caso es que en él están todos esos lugares de los que os hablo. Cádiz,
Sevilla, Olvera, Jerez, el Aljarafe, La Palma o Puerto Real, a todos pertenezco
y quizás ninguno me pertenece a mí porque todos son de ella. Y en ella se
resume mi heterodoxia de lugares y arraigos.
Soy lo que siento sin necesidad de haber nacido en el lugar
que dio cuna a su belleza. Allí, en las fronteras casi del país, en las
marismas universales, nadie es extranjero, nadie se siente foráneo.
Ella ha sido la primera a la que le he encomendado la difícil
tarea de proteger el futuro. Una vela encendida en su candelero anuncia la
vida.
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